MEDELLÍN – En marzo de 2004, pocos meses después de asumir como alcalde de Medellín, llegó a mi oficina un reconocido gurú del mercadeo de ciudades. Proponía una marca para la ciudad basada en el esplendor de su eterna primavera. No nos entendimos. Medellín ya tenía una marca. El problema no era el desconocimiento, sino las razones por las que era conocida: el narcotráfico, asociado con el Cartel de Medellín que encabezó Pablo Escobar. Después de reparar en esto, concluimos que la única forma de cambiar la percepción de nuestra ciudad era lograr que el mundo viera y entendiera cómo superamos tantos años de terror.
Más de una década después, Medellín vuelve a estar de moda. La serie Narcos de Netflix nos pone de nuevo bajo los reflectores internacionales y de nuevo de la mano de Escobar y su mundo de criminalidad y barbarie.
Narcos es una versión light de una realidad profundamente compleja. La serie presenta la historia de Escobar desde la perspectiva de la DEA en la llamada Guerra contra el Narcotráfico, sin el más mínimo conocimiento ni interés por la condición de nuestra sociedad: un thriller con héroes americanos que termina por dibujar y reforzar una caricatura de país. La confusión entre hechos reales y ficción da como resultado una versión desfigurada de lo que realmente ocurrió.
Las interpretaciones de nuestra tragedia que solo reafirman un cliché facilista terminan convirtiéndose en una “verdad” enlatada para audiencias desprevenidas. El caso de Narcos nos duele, porque volver a representar a Medellín a través de Escobar y su violencia demencial es reabrir una herida que todavía no sana completamente. Preferiríamos que nos reconocieran por el arte de Botero o la música de Juanes o la bicicleta de Mariana Pajón. Y mucho más aun por la historia de cómo Medellín ha ido recuperándose del periodo que retrata Narcos.
El narcotráfico empezó en Medellín a finales de los años setenta, en una ciudad donde muchos jóvenes crecían sin oportunidades ni esperanza. Eran hijos de familias campesinas que llegaron a la ciudad huyendo de la confrontación violenta entre conservadores y liberales que dejó miles de víctimas y mucho resentimiento. La sociedad no tuvo respuestas para la realidad socioeconómica que creció en sus barrios. La desigualdad no fue entendida y mucho menos atendida.
La primera generación de narcotraficantes apareció en ese contexto. Descubrieron que la cocaína era un mercado a explotar en Estados Unidos y se dedicaron a conquistarlo.
Al comienzo, Escobar se convirtió en el “Robin Hood Paisa”: repartió dinero a diestra y siniestra, entró a la política y soñó con ser presidente de Colombia. De su mano, muchos jóvenes buscaron en el tráfico de drogas y la criminalidad las oportunidades que no tenían, y a cambio encontraron la muerte. Después de corromper y estremecer los cimientos de nuestra sociedad, Escobar terminó solo, pistola en mano, asesinado en el techo de una casa en Medellín. Sin duda cambió el rumbo de nuestra historia ganándose, en su lugar, un capítulo estelar en la historia universal de la infamia.
Los guionistas de Narcos no hacen ni el más mínimo esfuerzo por mostrar hasta qué punto el miedo y la zozobra permearon todos los rincones de Medellín y Colombia. En los momentos culminantes en la batalla contra Escobar, en lugar de reconocer la realidad social que se vivía, presentan a César Gaviria, entonces presidente de Colombia, como un hombre mediocre y pusilánime, e ignoran olímpicamente el valor de los colombianos que en esa época tomaron decisiones y acciones que no permitieron que el país sucumbiera ante el narcotráfico. Sin duda la ayuda internacional fue muy importante para vencer a Escobar. Pero en Colombia muchos piensan que los verdaderos enemigos son los consumidores en el exterior y que los mártires han sido los miles de colombianos que han muerto atrapados en esta guerra.
Más importante aún: Colombia y Medellín no cayeron. Resiliencia es la palabra que mejor nos describe. Medellín es un ejemplo digno de mostrar. De 380 homicidios por cada 100.000 habitantes a comienzos de los noventa, pasamos a tener hoy cerca de 20 homicidios por cada 100.000 habitantes. Todavía suceden muertes violentas, pero hemos avanzado bastante en los últimos 30 años. Después de vivir sometidos por el miedo, y gracias al sacrificio y esfuerzo de personas y organizaciones que enfrentaron lo peor, llegó el momento de la esperanza.
La esperanza se construye y surge cuando la sociedad recupera la confianza. Es una expresión de la calidad de la política, el pacto de confianza entre los líderes y los ciudadanos que permite señalar camino creíble hacia un objetivo común y tangible, y empezar a alcanzarlo.
La ruptura con la política tradicional, asociada con la corrupción, fue el pacto de confianza que hicimos en Medellín y significó un punto de quiebre. En lugar de seguir actuando bajo la premisa de que “el fin justifica los medios”, estábamos convencidos de que los medios justifican el fin. Para transformar Medellín optamos por la transparencia, y confiamos en las capacidades de las personas y las comunidades.
De esta forma empezamos a recorrer el camino hacia una profunda transformación de la ciudad a través de una combinación de ética, política y estética. Las comunidades fueron los actores principales de nuestros programas sociales, basados en el criterio “lo más bello para los más humildes”.
¿El resultado? Construimos nuevos colegios, parques-bibliotecas, viviendas, centros de salud, canchas deportivas, centros de emprendimiento barrial, espacios culturales. El Parque Explora, dedicado a la divulgación de la ciencia, y el Parque del Emprendimiento se convirtieron en nuevos símbolos urbanos. Esta transformación de los espacios públicos le cambió la piel a la ciudad. Y todo fue apuntalado con programas de desarrollo humano, becas para estudios universitarios que apoyaron la reinserción de autodefensas y crearon un futuro mejor para los jóvenes.
Al mismo tiempo, sacudimos algunas de nuestras tradiciones más retrógradas como los reinados de belleza, típicos de Medellín, que convertimos en concursos de talento para las jóvenes, en contraposición con la idea de que la belleza física es un requisito para ser aceptadas en la sociedad.
Este conjunto de iniciativas de cultura urbana y ciudadana nos ayudó a recuperar la esperanza y la autoestima, indispensables para pasar la página de la violencia y la destrucción, y empezar a escribir un nuevo capítulo en la historia de Medellín.
Escobar murió en 1993, pero después de cuatro décadas, su herencia sigue presente en las principales discusiones del país. Narcos ignora los profundos males culturales que introdujo la búsqueda de la riqueza fácil que aún perduran y también los nuevos marcadores sociales de poder asociados a la denominada “cultura traqueta”. El poder corruptor con el que Escobar infectó la política sigue presente. Así pues, el camino es largo, las heridas muy profundas y muchos los obstáculos por superar.
La industria de la televisión juega un papel importante en todo esto. Puede prolongar los lugares comunes que nos estigmatizan o transmitir de manera creativa los valores que nos ayudaron a superar la violencia. En Medellín ya vimos el rostro de la esperanza y sabemos que mejores series están por escribirse.